Un muchacho como de mi edad le cede el puesto frente al mío a una anciana.
Ella lo recibe sin siquiera dar las gracias y sin mirar al joven, actúa como si
fuera una obligación el cederle el lugar. Tras esto se apropia del asiento
poniendo sus cosas sobre él pero espera de pie mientras el sillín se enfría.
El muchacho, indiferente, le sube el volumen a la música que estalla en sus
audífonos y bruscamente desplaza a dos viejos que están en el pasillo del bus.
La señora se cree mejor persona por esperar que la silla se enfríe, cree que
con este gesto marca la diferencia del resto de nosotros, esperando que el aire
(escaso en el bus) ventile la peste de
quienes han estado en él antes. Mientras el joven, imponente, mira por la
ventana creyendo que es mejor que el resto de nosotros... pero, señora,
ventilar la silla huyéndole a una tuberculosis ficticia no la hace mejor persona.
Y usted, como se llame; ceder la silla,
más aún de esa forma, no lo hace mejor tampoco.
Me hallo aquí, deseando hallarme en otro sitio. Me hallo aquí, rodeado de personas “mejores” que yo, con un montón de ojos juzgando la ausencia de un acto mío que les demuestre que estoy a su altura. No cedo la silla, ni me ofrezco a llevar nada, no hago más que mirar con un poco de asco hacia al frente y así reafirmo mi naturaleza egoísta.
Con lentitud cierro los ojos, esperando encontrar dentro de mí algo distinto. Quisiera poder cerrar los oídos, pero el vallenato sigue estallando en el fondo de mi cabeza y no hay nada qué hacer al respecto. Quisiera poder anular mi tacto, pero el miembro de un tipo sigue rozando mi brazo derecho y la cabeza del borracho a mi izquierda sigue reposando sobre mi hombro. Quisiera ser incapaz de oler, los humores ácidos, la peste a aguardiente, el sudor hecho aire, pero yo también apesto, también soy sudor hecho aire...
Entre el fondo negro que aparece frente a mí tras cerrar los ojos se dibuja la palabra "utopía" pintada en blanco. Utopía viene del griego “utopos” que significa "lugar sin lugar". Es así, de repente cuando me hallo en un lugar sin lugar, después de tanto tiempo. No hay olor, no hay ruido, no siento más que ausencia absoluta: estoy sin estar, estoy sin ser.
Utopos es una fuga en el tiempo y en el espacio. Utopos es la negación
del tiempo y del espacio. El silencio reina dentro y los únicos sonidos son
pequeños recuerdos que tintinean como susurros en algún lugar: la melodía del
piano de algún tango, la voz de mi abuela, los gritos de papá, el sonido de las
hojas secas al ser pisadas.
El negro se vuelve blanco, el blanco multicolor. Se acumulan los rostros
en uno, se hacen figuras de mil pies, se dibujan árboles sin raíz flotando en
mares de colores, se ven perros de dos colas, elefantes sin trompas, personas
que amé sin rostros. Los colores se trasponen entre sí y forman palabras,
nombres propios, llegan ideas olvidadas, números, inicios sin final, finales
sin nada detrás.
Despierto con el líquido caliente que cae sobre mis piernas. El borracho
no alcanzó a abrir la ventana, me mira extrañado mientras limpia su boca y gira
la cabeza hacia la calle. Ni siquiera siento asco, me hallo como en un
periodo de desconcierto, similar al que se siente tras volver del desmayo, o al
ser despertado por sorpresa a mitad de la noche; sólo que este es un
desconcierto más profundo, quizá éste es el mundo que se ve tras volver de un
coma profundo; quizá el coma no es más que aquel sitio perfecto construido sobre
ningún lugar.
Me paro y me abro campo entre la multitud, lo cual no se hace muy
complicado, pues todos me miran con asco, tapan sus narices y se esfuerzan al
máximo por evitar que los toque y que los unte de vómito. Llego a la puerta y
me giro para ver con tristeza los rostros vacíos, desfigurados por el asco,
todas esas personas que se ven mejores que yo.
La utopía es pues ese sitio, fuera de toda ruta, no hay camino de pasto
o de asfalto, se halla en algún sitio dentro y no hay fórmula para encontrarlo.
Pero nadie quiere hallarse en el lugar sin lugar, nadie desea realmente
encontrarse en Utopía. La gente, o por lo menos su mayoría, necesita un lugar,
unos lo llaman familia, otros patria, otros nación. Pero es, en esencia, algo que puedan
tocar, donde haya más brazos remando en la misma dirección, una razón para vivir
o tal vez para morir en paz o quizá algo por lo que valga la pena hacerse
matar.
Necesitan que los empujen hacia algún lado y a su vez necesitan a
alguien a quién empujar. Pero también necesitan estos pequeños detalles como
ceder el lugar, dar limosna o dejar enfriar la silla, de modo que puedan sentirse en primera fila, que los hagan sentir que son los primeros del lugar.
Suena un pito tras tocar el timbre y bruscamente el bus se detiene, la
puerta se abre lentamente y yo salto de golpe en la oscuridad de un andén sin
luz. El bus arranca a mi espalda, sólo el sonido del tráfico, de carros que
pitan empujando para llegar más rápido adonde sea. Doy dos pasos e inútilmente cierro
los ojos esperando llegar, pero no llego a ningún lado y caminando me sumo en
la nostalgia por el presentimiento de que no podré regresar, nunca, nunca más.
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| "Cisnes que se reflejan en el agua" Salvador Dalí, 1937 |

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